Por fin he entregado los últimos
barriles de agua en la taberna “Ágoras”.
Ares, después pagarme, invita a los parroquianos a una ronda,
descorchando una botella de ouzo que guarda para las grandes ocasiones, va
llenando los vasos uno a uno con gesto serio. Después levanta el suyo y
mirándome, dice: Spiridon tu destino es convertirte en el nuevo héroe de Grecia
¡No nos falles! Vaciamos los vasos en silencio y los rompemos contra el suelo,
luego nos fundimos en un abrazo emocionado.
6 de abril:
A las cinco de la mañana me despierta el coronel
Papadiamantopoulos, para dirigir mi entrenamiento. Desayuno: Yogur, pan blanco
y huevos. Me comunica que a partir de hoy
me dedicaré únicamente a entrenar para la Maratón, él pagará mis
gastos. En posición de firmes solo se me
ocurre decir: ¡A sus órdenes señor!, cualquier otro comentario sería una
temeridad que podía llevarme al calabozo.
7 de abril:
Hoy he repetido por última vez el
recorrido de Maratón a Atenas, he regresado al pueblo en un carro del ejército.
Tengo los pies desollados y un dolor intenso en las rodillas, no importa el sufrimiento, mi misión es
llegar el primero. El coronel en el camino de regreso me alecciona diciendo que en mis piernas está
depositada la confianza de todos los griegos, tengo la obligación de restaurar el orgullo tantas veces pisoteado
de nuestra patria.
8 de abril:
Después de un ligero almuerzo me
dirijo a la Iglesia de San Juan Bautista, me espera el diacono para confesar y
comulgar. Hincado de rodillas recibo su bendición en nombre del santo
patriarca. Su corpachón me envuelve en un apretujón asfixiante mientras
susurra: ¡Dios está contigo!
9 de abril:
Un nudo en el estómago me impide
comer. Toda Grecia está pendiente de mí. Si fracaso solo me quedan dos opciones:
Huir como los cobardes o suicidarme como los desesperados.
10 de abril:
A las dos de la tarde, bajo un
calor sofocante, los diecisiete
corredores esperamos impacientes el pistoletazo de salida. A nuestro alrededor
se apiñan curiosos, policías a caballo y carromatos para el equipo médico. Un
estampido seco anuncia el comienzo de la carrera, por delante cuarenta
kilómetros hasta el Estadio Olímpico.
Mis rivales
derrochan toda su energía en los primeros kilómetros, no desespero tratando de
alcanzarlos. Cubierto con el polvo de sus zapatillas sigo dosificando mis
fuerzas, sin reducir ni acelerar el ritmo de la marcha, siempre hacia adelante.
El sudor
empapa nuestras camisetas, los calcetines se tiñen de sangre, se desmaya uno de mis rivales, pero no puedo pararme. La consigna es seguir
corriendo hasta la meta pase lo que pase. Alguien me entrega una botella de
agua y bebo desesperadamente sin dejar de correr, mientras el competidor
americano se sienta al borde del camino haciendo la señal de abandono. Poco
después los quejidos indescifrables del húngaro me hacen virar la cabeza, veo
como contrae la pierna con gesto de dolor. Ahora solo quedan en la maratón
atletas griegos.
La cabeza me
arde, los rayos de Sol caen directamente sobre mis ojos cegándolos. No sé
cuántas horas llevo corriendo. Escucho un cañonazo y el rugir de miles de voces
fundidas en una sola. Las sombras del estadio olímpico son un alivio para mi
cuerpo destrozado, avanzo solo, desorientado, sintiendo el corazón a punto de estallar. Me abrazan
conduciéndome en volandas ante la presencia del rey, le escucho decir: Eres el
nuevo adalid de Grecia, pídeme lo que quieras.
Sin pensarlo
mucho, digo: Señor quiero un carro con un burro para transportar los barriles
de agua y de paso poder volver al
pueblo, porque hoy ya no puedo dar un paso más.
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