
El gesto de sorpresa del
doctor solo podía compararse con el desconcierto de María, abochornada no sabía
cómo excusarse asegurándole que se trataba de un tic involuntario. Todavía
avergonzada paró un taxi para volver cuanto antes a su casa, frente al portal,
mientras pagaba repitió el ademán mecánicamente. El chofer incapaz de rechazar
la proposición de ninguna mujer guapa, aparcó el vehículo con maestría decidido
a seguirla a donde fuera, mientras ella salía precipitadamente buscando refugio
en la portería.
Al borde de un ataque de
nervios cogió el ascensor dispuesta a enclaustrarse para siempre en su piso, no
sin antes dedicarle al vecino de enfrente convulsivas caídas de ojos,
acompañadas de la equivoca insinuación. Complacido le devolvió el gesto,
lanzándole un beso desde la punta de los dedos, convencido de que era
irresistible.
A partir de entonces ya
podía ser verano o invierno, pleno día o media noche, ella nunca se desprendía
de las sofisticadas gafas oscuras que escondían unos ojazos negros que guiñaba
descontroladamente.
Desesperada, buscando una
solución a su “terrible tragedia”, acudió a la consulta del mejor neurólogo de
la ciudad. Después de escucharla atentamente se quitó los lentes oscuros y
guiñándole el ojo le aseguró que el único remedio para curar el tic era
tomárselo a risa. María siguiendo el consejo se sacó las gafas fijando sus
pupilas en las del doctor, tras varios segundos dedicándose mutuos parpadeos
estallaron los dos en una carcajada larga y sonora, habían encontrado el
antídoto perfecto para curar cualquier complejo.
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