Cuando me lo presentaron
pensé que era uno de tantos, seguramente detrás de aquella imagen exterior
cuidada hasta el mínimo detalle, se escondía una historia vulgar llena de
lugares comunes. Mi sexto sentido me decía que era soporífero, sinceramente
solo mirarle me provocaba unas inmensas ganas de bostezar. A pesar de todo
trataba de prestarle atención, simulando interés mientras hacia un
esfuerzo agotador por entender lo que decía.
Dominada por
el escepticismo pensaba que no tendría nada nuevo para contarme. Como en otras
ocasiones nuestros diálogos estarían llenos de silencios que no sabríamos como
llenar, seguramente sería incapaz de sorprenderme con ninguna idea original y
acabaría invadiéndome la sospecha de que, una vez más, estaba perdiendo el
tiempo. A partir de entonces si casualmente me lo encontraba le dedicaba apenas
unos minutos, despidiéndome con una sonrisa de compromiso, que él aceptaba con
resignación y paciencia.
No sé cómo
sucedió, pero poco a poco me dejé seducir por el encanto de sus palabras, su
lenguaje sencillo pero lleno de sabiduría logró convertirlo en mi compañero
inseparable. Íbamos juntos a todas partes: Me acompañaba por las mañanas en el
trayecto del autobús, en el trabajo aprovechábamos la media hora del desayuno
para estar juntos, por la tarde abrazados nos acercábamos a merendar a
cualquier terraza. Por supuesto me acostaba cada noche con él, nuestra relación
había llegado al clímax, no podíamos vivir el uno sin el otro.
El idilio
acabó una tarde de abril, cuando volví a experimentar la sensación de que ya no
tenía nada más que decirme, nuestra historia en común había llegado a su última
página, el desenlace se acercaba acompañado de una cierta melancolía. Le
dije adiós asegurándole que había aprendido mucho a su lado, jurándole que su
recuerdo permanecería siempre en mi memoria.
Después,
vestida de primavera me fui a las Ramblas en busca de una nueva aventura, me
recibió Sant Jordi montado en su caballo tratando de campear la crisis
vendiendo sus besos a cambio de unos céntimos, a su lado un drac
domesticado había perdido la furia de antaño y sus débiles rugidos no asustaban
ni a los niños. En frente una Marilyn travestida, con gesto provocativo cubría
su falsa feminidad intentando dominar el vaporoso vestido que una y otra vez
levantaba una artificial ráfaga de viento.
Eran actores
secundarios eclipsados por la magia de los libros, auténticos protagonista del
día, desplegados a lo largo del paseo sugerían a los paseantes historias
fascinantes. Atrás quedaba ya olvidado mi penúltimo romance, ilusionada de
nuevo estaba dispuesta a dejarme seducir por todos: Espriu, Caterina, Rodoreda,
Neruda, Machado, Mistral, Octavio Paz…
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