dilluns, 14 d’octubre del 2013

El tic nervioso (M Jesús Mandianes)

La primera vez sucedió en el ginecólogo, cuando le indicó que podía pasar a desvestirse para proceder a su revisión anual, sin poder controlarse le dedicó un insinuante guiño acompañado de una invitación a seguirle girando suavemente la cabeza por encima del hombro.
            El gesto de sorpresa del doctor solo podía compararse con el desconcierto de María, abochornada no sabía cómo excusarse asegurándole que se trataba de un tic involuntario. Todavía avergonzada paró un taxi para volver cuanto antes a su casa, frente al portal, mientras pagaba repitió el ademán mecánicamente. El chofer incapaz de rechazar la proposición de ninguna mujer guapa, aparcó el vehículo con maestría decidido a seguirla a donde fuera, mientras ella salía precipitadamente buscando refugio en la portería.
            Al borde de un ataque de nervios cogió el ascensor dispuesta a enclaustrarse para siempre en su piso, no sin antes dedicarle al vecino de enfrente convulsivas caídas de ojos, acompañadas de la equivoca insinuación. Complacido le devolvió el gesto, lanzándole un beso desde la punta de los dedos, convencido de que era irresistible.
            A partir de entonces ya podía ser verano o invierno, pleno día o media noche, ella nunca se desprendía de las sofisticadas gafas oscuras que escondían unos ojazos negros que guiñaba descontroladamente.
            Desesperada, buscando una solución a su “terrible tragedia”, acudió a la consulta del mejor neurólogo de la ciudad. Después de escucharla atentamente se quitó los lentes oscuros y guiñándole el ojo le aseguró que el único remedio para curar el tic era tomárselo a risa. María siguiendo el consejo se sacó las gafas fijando sus pupilas en las del doctor, tras varios segundos dedicándose mutuos parpadeos estallaron los dos en una carcajada larga y sonora, habían encontrado el antídoto perfecto para curar cualquier complejo.


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