dilluns, 21 d’octubre del 2013

El príncipe (M. Jesús Mandianes)

Las pupilas aceradas centelleaban frente al  espejo, intentando descubrir entre las sombras  los rasgos de su cara, la esbeltez de la figura, el porte distinguido que había sabido mantener a lo largo de los siglos.
Pero el cristal se empeñaba en reflejar el borrón de una silueta sin definir, dominada por la mirada despiadada de un depredador acostumbrado a matar para sobrevivir.
Le bastó un solo golpe para quebrar la superficie transparente, convirtiéndola en un puzzle de múltiples facetas,  que cayeron sobre el suelo, transformándolo en una alfombra de astillas   relucientes  crujiendo bajo el peso de sus pies,  descargando la desesperación acumulada en una vida inacabable.
Impotente repasaba con sus manos las facciones, intentando conservar su identidad antes de que la memoria se sumergiera en una laguna de olvido. Recordaba que había sido el  juglar más solicitado por las damas de la corte del rey Arturo. Valiente caballero cruzado, luchando en Jerusalén contra los infieles. Temerario aventurero atravesando los Capados hacia la misteriosa Transilvania, dispuesto a probar su valor luchando contra  fuerzas oscuras… nunca tuvo claro si aquella última batalla acabo en una victoria o en la más terrible derrota.
A partir de entonces se convirtió en un  príncipe de corazón frío como el hielo, incapaz de sentir amor ni piedad por nadie. Su vida era una sucesión de días hundido en un letargo cercano a la muerte, del que solo despertaba al llegar la noche, transformado en cazador nocturno aprendió a mimetizarse de acuerdo a las circunstancias de cada época: Mano derecha de Stalin, carcelero en un campo de concentración y ahora disc-jockey en una discoteca de moda.
Era tan fácil cazar a sus presas que ya no sentía ninguna emoción.  Acercándose al cuerpo inerte de Sara se estremeció al recordar que hacía solo unas horas había jurado que lo seguiría  hasta la muerte. Hastiado de tanta sangre desvió la mirada hacia el horizonte, descubriendo que comenzaba a amanecer.
Con gesto decidido dirigió los ojos al Sol, emulando a Ícaro, se elevó ascendiendo por encima de las nubes entre aullidos de dolor al sentir  los rayos quemándolo lentamente.  Después le invadió una calma  que no sentía desde hacía mucho tiempo, mientras el cuerpo se fundía convertido en una nube de polvo cayendo sobre el cadáver de su última víctima.

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