Acompañada por el monótono
traqueteo de las ruedas de mi maleta camino distraída por el vestíbulo de la
Estación de Francia, seducida por el encanto romántico de las bóvedas
iluminadas con una tenue luz amarilla, las vidrieras policromadas y los mármoles
que recubren las paredes, convirtiéndolo en un escenario evocador de otros
tiempos.
Un altavoz
anunciando la inminente salida del “nocturno Barcelona-Paris” me devuelve a la
realidad. Corro hacia el andén siguiendo a los pasajeros rezagados, el revisor
con gesto impaciente nos pide los billetes, advirtiéndonos que el tren está a
punto de partir. Cuando por fin me acomodo en la butaca, al descorrer la
cortinilla veo a una mujer mulata que trotando se acerca al tren con el billete
en la mano. Resoplando aborda al revisor, ahora olvidando la obligatoria
cortesía le recrimina el retraso. No puedo oír la conversación, pero veo la
expresión de súplica de ella y la mueca despectiva de él; al darse cuenta de
que los viajeros lo observamos, la deja subir.
Avanza por el
pasillo secándose el sudor con un pañuelo de papel y arrastrando un maletín
multicolor. Viste una túnica blanca que resalta el color de su piel canela, el
pelo azabache recogido en un moño enmarca el rostro de pómulos altos, labios
carnosos y ojos negros. La calidez de la voz y el aspecto físico revelan el
origen cubano de la joven. Sonriendo me pide permiso para sentarse frente a mí:
—Madame, ¿Me
da usted su permiso?
—Faltaría más,
no tienes necesidad de pedirlo.
Después de colocarse
unos auriculares, siguiendo con la cabeza el ritmo de la música, parece
olvidarse de todo.
Sin duda se
trata de una emigrante con un contrato temporal para trabajar en algún hotel de
Paris. Me la imagino limpiando habitaciones al ritmo de la música de sus cascos,
siguiendo el compás del son cubano con los pies y las caderas, sin darse cuenta
de que la gobernanta la observa dispuesta a recriminarla, exigiéndole seriedad
y disciplina:
—Mademoiselle,
está usted trabajando en un gran hotel de Francia, no en un “chiringuito
cubano”.
—¿Qué le voy haser
patrona? Si llevo el son caribeño en la sangre.
—S’il vous
plait ¡Que falta de profesionalidad!
Tal vez va a
trabajar a la mansión de una aristócrata francesa que le coloca el uniforme de
mucama con delantalito blanco y cofia.
No sabe la
rancia duquesa que su hijo se enamorará locamente de ella y querrá convertirla
en su esposa.
—Mére,
tengo que hablar contigo. Me quiero casar
—¡Oh querido,
ya era hora! ¿Quién es la afortunada? ¿La conozco?
—Oui,
es Roberta, la chica de servicio.
—Oooh, me da
un soponcio. ¡Qué disgusto!
El tren avanza
en medio de la noche adormeciendo a los pasajeros con su suave balanceo, cierro
los ojos y sueño que camino por el malecón de la Habana bajo un Sol tropical,
el calor me obliga a buscar un restaurante donde refrescarme, se acerca una
camarera y me pregunta:
—¿Le apetece
una piña colada madame?
Al levantar
los ojos la veo a “ella” cantando y bailando con una bandeja en la mano.
El inesperado
repiqueteo de las gotas de lluvia en la ventanilla consigue despertarme a
tiempo de escuchar a una azafata informando que el convoy está a punto de
llegar a Paris. El Elipsos hace su entrada en la estación lentamente, como si
quisiera retener a los pasajeros, que aferrados a su equipaje esperan ansiosos
el momento de abandonarlo. Resignado abre las puertas para permitirnos
descender ordenadamente; aun desubicados recorremos el andén buscando la salida
que desemboca en un deteriorado vestíbulo.
Descubro que
Austerlitz es un vaivén de viajeros que pululan por la estación animados por la
armonía del piano, donde un joven interpreta “Para Elisa”. Sus dedos alargados
acarician las teclas desgranando los delicados acordes de la composición de
Beethoven.
Asombrada veo
como mi compañera de viaje sonriendo se acerca al “maestro” y le pide permiso
para sentarse al piano, las manos se deslizan por el teclado en una declaración
de amor acompañada de su voz lánguida, aterciopelada, llena de
sensualidad. La garganta se le quiebra entre agudos rotos por melódicos
quejidos, consiguiendo detener un instante el camino de los viajeros y los
trenes, hechizados por la voz: Cantando como si conociera sus vidas, mirando a
través de ellos como si los traspasara.
Un altavoz anuncia
la salida del cercanías con destino Versalles, Roberta finalizando la balada se
aleja ligera en busca de su tren. Pasa por delante de mí guiñándome el ojo.
Parece decirme: Madame tengo mi propia historia, muy distinta de la que
tú has inventado.
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